martes, 30 de marzo de 2010

EL DIABLO



…desde hacía mucho tiempo el diablo habitaba en la iglesia de San Andrés. Escondido dentro de una sotana negra: daba misa, escuchaba la confesión de los feligreses y dirigía el colegio de la congregación. Soledad, apenas una adolecente, iba a misa todos los domingos cumpliendo las imposiciones de su madre que, luego de la reciente muerte de su esposo, se la pasaba rezando. A Soledad lo único que le gustaba escuchar, de la misa, eran los sermones (cuando el cura contaba historias de la vida llevada por los santos). Al joven cura se lo veía muy joven e inteligente y tenía una voz persuasiva: convenció a la madre de que ya era hora que su hija fuera a catecismo y tomara la primera comunión. Soledad obedeció (obedecer era el único legado que le había dejado su padre). En catecismo le enseñaron cuales eran los diez mandamientos y los pecados capitales. Llegó el gran día. Antes de comulgar, debía confesarse. Soledad obedeció (como siempre) y se hincó en el confesionario con su vestido níveo hecho para la ocasión. A través de una ventana pequeña, apenas entreabierta, escuchó al cura preguntarle: ¿qué pecados has cometido?. Ella, aunque se esforzó, no recordó ninguno. Entonces mintió: pedí prestado un lápiz a mi compañera de banco y no se devolví (respondió). ¿Has olvidado que el séptimo mandamiento ordena: “no robar” (dijo el cura, y continuó), ¿prometes no volver a hacerlo? Sí…(respondió ella con voz temblorosa). Estás perdonada. Reza un padrenuestro y tres ave maría y vete en paz (terminó el cura). Soledad se sintió por primera vez una pecadora: había mentido. Se angustió pensando que después de su primer pecado, tal vez cometería otros. No, ella no se lo permitiría. Comenzó a leer historias de personas que a fuerza de sacrificios habían llegado a ser santos. La que más la impresionó fue la de San Francisco de Asís. Lo consideró el más puro de corazón. Él nunca hubiera mentido (pensó) y se propuso seguir su ejemplo de vida. Cuando iba de visita no repetía la porción de comida que le ofrecían (aunque su estómago se lo pidiera), porque no quería cometer el segundo pecado capital: la gula. De noche, una vez que apagaban la luz, sacaba el colchón de su cama y se acostaba sobre los flejes. Al levantarse el cuerpo le dolía. Ofrecía ése sacrificio en compensación por la corona de espinas, los clavos y la herida que veía en el cuerpo de Jesús, en el crucifijo que colgaba en su casa. Se hizo miembro de la cofradía de la Virgen del Carmen. Le entregaron un escapulario y un cinto de cuero que debía llevar sobre sus ropas. No era suficiente para ella: se puso el cinto sobre la piel y lo ajustó hasta sentir dolor. No se lo sacaba ni para bañarse; solo alguna vez lo hacía, cuando el dolor de alguna herida se le hacía insoportable. A nadie se lo contaba (no cometería el séptimo pecado capital: la soberbia), pero al cura sí. El, sonreía con la boca y con los ojos. Me alegro, vas por el camino correcto (le decía).
Fue por entonces que ocurrió un hecho que conmocionó a la parroquia. Un auto chocó al salir de un hotel alojamiento. Dentro encontraron un hombre ileso y una mujer herida. El hombre era el cura de la Iglesia de San Andrés; la mujer la presidenta del club de madres del colegio. A la adúltera, lapidada por el vecindario, no se la volvió a ver. A Soledad se le tambalearon todas las creencias aprendidas: ¿no ordenaba el noveno mandamiento, no desear la mujer de tu prójimo? Sintió ira: el quinto pecado capital. Al diablo de sotana negra, lo trasladaron a otra parroquia. Dicen que se fue con la cabeza en alto y sonriendo, como solo él sabía hacerlo.
Ahora, Soledad es mi esposa y no tenemos secretos. Ya no va a la iglesia. Ha inventado sus propias plegarias. Se siente liberada. Ahora es su propia conciencia la que le dicta qué hacer. Pero… algunas noches sufre pesadillas, se despierta angustiada, transpirada y se acurruca entre mis brazos. Querido, promete que no lo dejarás volver (me implora). No puedo hacerle esa promesa.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho esta historia. Me he recordado cuando iba a misa y me confesaba. Yo tambien (y todas) hemos creido en los santos, hemos querido ser santas. Hemos luchado contra el mal. Menos mal que un dia mi madre me dijo que si queria ir a misa o no esto era mi elección. Y no voy mas a misa porque me aburren. Y cuando tengo que ir a misa por obligación (un entierro por ejemplo) pues me tengo que tomar 5 cafés bien fuertes antes para no bostezar en la iglesia. No creo ni en dios ni en los curas.

    Me imagino que has escrito esta historia porque es la semana santa. Que buena idea has tenido!

    Un abrazo,

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  2. Querida Flor, muy aleccionadora la historia de hoy. Tristes días pasamos los cristianos, este tiempo que vivimos.
    Un abrazo querida amiga

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