
De pequeña me dijeron que todos los veinticinco de diciembre el concededor de sueños recorría las calles del barrio. A cada niño le concedía su sueño, antes del amanecer, aunque no se lo hubiera pedido. Él lo sabía todo. Bastaba con dejar los zapatos a la vista. Un veinticuatro de diciembre decidí probar. Puse mis alpargatas deshilachadas en el frente del zaguán. Me acosté lo más temprano posible. Dormí solo de a ratitos.
A la mañana, fui la primera en levantarme. Corrí al zaguán. Mis alpargatas contenedoras de sueños estaban llenas de caramelos. Me decepcioné. Salieron a la calle mis amigas a mostrar lo que el concededor de sueños les había dejado. Laura mostró un juego de té. –No lo toquen que lo van a romper- dijo. Isabel reía subida a su nueva bicicleta. No nos animamos a pedirle que nos dejara dar una vuelta. Andrea tenía en sus manos un libro grande. – Es de cuentos ilustrados- dijo. Claro,- pensé- sos cuatrocha y el libro debe tener letras grandes para que lo puedas leer. Llegó Ana con una muñeca articulada que movía sus ojitos y que, si la apretaban, hacía pis y lloraba. ¡Mi sueño estaba en sus manos! –No-me dije- el concededor de sueños se equivocó.
Me senté en la vereda a comer mis caramelos y no las convidé.
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